En calma, entre dos luces. Saboreando la apacible quietud reinante que me hace sentir vivo una vez más, cada vez que acudo al monte. Desde mi atalaya casi puedo tocar la impalpable serenidad que Hondamente se respira en la inmensidad de la serrana noche. En penumbra, oteando la negrura verdosa y espesa de las siembras intento descubrir un ser con el que tengo una cuenta pendiente. Más no arde el rencor en mi pecho sino el anhelo de cumplir una promesa y de cerrar así cazando el círculo de la vida.
Como cazador que soy vengo a cobrar mi tributo a la madre tierra. Amparado en el derecho que me asiste desde que el hombre conoce el mundo, desde que mis antepasados comenzaron su andadura sobre dos piernas y cazaron para comer. Siento como me observan, están aquí conmigo. Han descendido de sus altos y milenarios cotos para ayudarme en mi delicada empresa. Velando mi cacería con su intangible sabiduría atesorada durante siglos. Urdiendo la historia a base de sangre, sudor y lágrimas. Ocultos entre las sombras de los árboles sé que me asistirán en el difícil trance que estoy a punto de emprender. A través del recuerdo y quizás del espíritu de mi padre recientemente fallecido del que he percibido su presencia en la caricia del viento sobre mi rostro. Querido y odiado a partes iguales por quienes le admiraban o despreciaban por abandonar el rebaño y nadar contracorriente. Los primeros pájaros comienzan a desperezarse, cuatro aleteos y tres adormiscados trinos les ayudan a templar su voz y desentumecer su bello plumaje. Pregonando a los cuatro vientos que la vida comienza de nuevo y sería una lástima perderla por aprovechar unos cuantos minutos de sueño más.
Sobre la enorme y pesada chaqueta que heredé de mi padre llevo una aljaba cargada de pesadas flechas de madera con puntas de sílex que el mismo talló. Un gran arco de tejo apoyado en el hombro espera mientras observo acariciando una vez más su tentadora idea de matar para hacer carne. También lo hizo él, sus manos lo extrajeron de un gran tronco que entre los dos bajamos del monte tallándolo con delicadeza para convertirlo en una temible arma de caza. Su raído sombrero curtido en mil batallas cubre mi rostro y oculta la azulada fiereza de mis ojos y sus enormes botas completan mi atuendo. Sin olvidar un cuchillo de respetables dimensiones que me regaló cuando comencé a cazar grandes animales.
Levanto el brazo lentamente para beber un trago de “agua de fuego” en su honor antes de emprender la bajada, creo que lo he visto entre las espigas. Mi perro mestizo igual que yo camina silenciosa y pausadamente a mi lado. Aspirando el fresco aire que ha de llevarle el acre olor del cérvido y ayudándole a descubrir su presa, parece alertado. Poco a poco sin hacer ruido nos vamos deslizando por la falda del cerro hasta llegar a la primera línea de matorral que arteramente nos oculta a nuestra presa. Justo es que el monte oculte a sus hijos, que los proteja de los peligros y al mismo tiempo oculte a los cazadores de su vista para que puedan cumplir con su ley.
El Sol comienza a asomar por el cerro de enfrente dorando con sus dorados rayos las húmedas espigas de cebada. Momento mágico el del Alba, los montunos de la noche ya se ocultan en las sombras mientras yo lo hago tras la espesa verdura que furtivamente me resguarda y acoge. Lo siento antes de verlo le oigo mascar tras las matas, es el macho que busco, grande y viejo no va a permitirme el más mínimo error. Es precioso, un manto rojizo cubre su lomo mientras que un abigarrado manojo de perlas hace lo mismo con su gruesa y oscura cuerna. Su cuello sube y baja para comer sin dejar de prestar atención y tratar de evitar que le den un buen susto. Sus grandes orejas captan con atención cada sonido que la brisa les haga llegar y parece que han escuchado el silencio.
El silencio, ese silencio lúgubre y denso con el que se cubre el campo para anunciar que se avecina una tragedia. Todos sus seres se tensan y permanecen atentos esperando que el tragin vuelva a reflejar la mundana tranquilidad. La ausencia de predadores se tornará en bullicio en cuanto el campo se cerciore. Quieto, no osaré ni respirar, ni mirarle directamente a sus ojos para que no me descubra al sentirse observado. Mis ajados ropajes y mi rostro pintado impiden que pueda reconocerme como amenaza cuando fija la vista en mí. La sangre se me ha helado por un momento en las venas y siento sobre mi pierna derecha el roce del cuerpo de mi perro que se ha quedado clavado también. Sentimos lo mismo, la insondable distancia que separa nuestras razas y entendimiento no es un escollo cuando cazamos juntos. <…–Lobo-hombre y perro-lobo son la partida de caza más perfecta.- Decía mi padre.- Los sentidos y la inteligencia unidos por el mismo coraje y un solo palpitar-.> Tenía razón, somos uno. Un animal salvaje que se mueve al unísono en dos cuerpos diferentes, pero iguales en esencia. Ambas estatuas vivientes con la vida pendiendo del hilo que el animal puede cortar con un solo ladrido.
Mi presa se gira de nuevo y relaja, por precaución no muevo ni un músculo prefiero mirar el vuelo de las aves para destensar y distraer por segundos mi mente. Espero ninguna se pose demasiado cerca y pueda alertarla con la súbita estampida de su vuelo. La brisa se detiene, quizá ha querido compensarme el titánico esfuerzo de retener mis ansias y yo se lo agradezco con un pensamiento fugaz. Una araña se esmera en reparar las fibras de su trampa perlada de gotas de rocío. Cazadora como yo también le asiste el derecho a decidir que unos mueran para que otros puedan seguir viviendo. Los magníficos rayos del Sol que se proyectan en ella me embelesan distrayéndome un momento de la ardua tarea que tengo por concluir. Queda lo más difícil.
Etereamente, sin apenas ruido el animal se ha desplazado unos metros a la derecha y resguardado tras un enebro de los delatores rayos solares. Evitando la barroca telaraña comienzo a levantar los brazos aprovechando que ha bajado su cabeza. El tiempo parece detenerse, mi mente está en blanco. Mira de nuevo y no parece guardar recelo alguno con el espeso e informe matorral que le apunta con un palo bruñido y un número indefinido de patas. Pausadamente se gira y me ofrece su flanco, camina ahora en paralelo al manojo de nervios contenidos que se agavillan bajo el viejo sombrero de mi padre. Es el momento<Ayúdame dondequiera que estés>.
Un tronco tapa su cabeza gacha, mi brazo se recoge como un resorte y lo siento más fuerte que nunca, Tenso el madero que casi cruje, apunto la flecha que no se dudará y suelto para herir matando a aquel que ninguna culpa tiene. Vuela tensa y certera para hundirse con rabia en su noble carne y quién sabe si también se ha hundido en su montuno corazón. El corzo recibe el impacto en el pecho y salta convulsionando su silueta hacia arriba. Corre unos metros hacia el monte que lo engulle por última vez para ocultar en silencio su muerte.
Nada se escucha ahora, el silencio ha vuelto a extender sus pesadas e invisibles alas para cubrirlo todo en señal de respetuoso duelo. Me quito el sombrero y miro hacía el Astro Rey entre las ramas, todavía débil para ofender la vista. Agacho la cabeza e hinco la rodilla en el suelo para rendirle honores y darle las gracias por concederme el don de la vida y la presa que termino de alcanzar y pedir perdón por la vida arrancada. Parto en su busca seguro de que la hallaré cerca.
Pausadamente Séneca sigue el rastro entre aplastadas y ensangrentadas espigas que pronto quedarán como única huella del drama. De la siembra pasamos al monte y de este a un espesar de romeros donde el animal se ha tendido para que la parca lo cargue delicadamente en sus huesudos brazos, ha sido rápido lo cual me reconforta. Alivia un tanto mi conciencia, como siempre precisa descargar la culpa que le hace mella cada vez que yo mato. Me arrodillo junto a él mientras Séneca lo olisquea y lame el sangriento orificio por donde ha escapado su vida. Le tomo su cabeza en mi regazo y le pido perdón para cumplir el ineludible rito que me hará digno poseedor de su cuerpo. El perro rabea nervioso y rompe en jubilosos ladridos. Yo, debatiéndome entre la justa alegría y la dura tristeza grito desde la honda potencia de mis entrañas- VA POR TI PADRE-
Silencio de nuevo, ahora es el monte quién lo impone y perfuma con sutiles aromas de romero, musgo y lavanda. Ayudado por la calidez de la mañana se ha percatado de la ceremonial trascendencia de mi cacería. Quiere rendir homenaje a mi antecesor y a todos los cazadores del tiempo.
Vacio de tripas y ariscos olores el vientre del animal reservando el hígado para mi perro. Mientras lo come palpo la bolsa de piel que llevo en el bolsillo de la chaqueta. Por un momento recuerdo a aquél que a base de beber la vida a fuertes tragos olvidó lo dura que era. Unos le llamaron auténtico, otros prehistórico y nunca imaginarán el halago que le hacían cada vez que pretendían ofenderlo.
Siento que ya es la hora. Vuelvo a calentar mi gañote con otro trago de rústico aguardiente no sin antes alzar su petaca para ofrecérselo de nuevo. Cargo el arco en un hombro y el corzo en el otro sin importarme manchar la chaqueta, él lo hubiera querido así. <…La sangre de una pieza nunca puede ofender a un cazador…> Mientras camino le recuerdo y no puedo evitar que una furtiva lágrima resbale por mi rostro mezclando barbas, sales, pintura y sangre. Llego a la charca, nuestra charca mágica.
Ese lugar donde por primera vez vi un jabalí completamente salvaje y libre y me sentí tan extraordinariamente libre y salvaje como él. Con él soñé tantas veces y en ella me encuentro ahora para cumplir una promesa. Dejo el corzo y me arrodillo para lavar mi rostro con el agua limpia que fluye directamente de la tierra. Me reflejo y Séneca bebe a mi lado con fruición hasta saciarse, mientras sus colgantes belfos gotean se queda mirando con atención la somera corriente, sin duda ha visto algo. Tras dos cargadas manotadas me lavo y percato también. En el limo blanquecino y pegajoso hay un gran casquillo raído y oxidado que sin duda ha resistido el paso del tiempo para hacerse visible en este mágico momento.
El agua se detiene para formar un espejo y reflejar mi alma descubierta bajo la trasparencia de mis ropajes y mi carne. Ya no soy un hombre moderno de esta era con un sabueso a mi lado, sino un curtido cazador lleno de cicatrices. En el agua se recorta claramente mi figura y la de mi can. Mis hombros cubiertos por una enorme piel de lobo en lugar de una chaqueta. La capucha sobre mi cabeza ha mudado en unas fieras fauces abiertas y mi perro se ha transformado en un arcaico y desconocido can. Mi arco terciado en la espalda luce los arañazos del uso cotidiano y las plumas que asoman del carcaj ya no están pintadas de vivos colores, son de un águila otro cazador del monte.
Cuantos años han pasado y sigo siendo el mismo.
Me incorporo para dejar correr el agua de nuevo y extraigo la pequeña saca de piel de mi bolsillo. Miro por última vez al cielo y la abro para dejar que las ligeras cenizas vuelen con la delicada brisa y se incorporen de nuevo a la tierra donde un día se formaron. Se mezclaran con las plantas del lugar y les darán vida como les corresponde. Brotarán flores de ellas perfumando estas soledades con la ayuda del Sol.
Con la sangre del corzo pinto con el dedo unas iniciales sobre la roca que corona el manantial a modo de pétrea lápida. Me giro, agarro de nuevo mi presa y comienzo a alejarme del lugar para siempre. El perro me sigue pero antes emite un lastimero y profundo ladrido para despedirse helando la sangre del monte.
Mis antepasados parten de nuevo con la leve ingravidez de las sombras y siento como el espíritu de mi padre me contempla satisfecho desde lo alto. Por un momento he vuelto a sentir el viento en el rostro, su tierna caricia igual a las que él mi hizo a las pocas horas de nacer. En el mismo instante que nos conocimos.
Me alejo murmurando entre los dientes la frase que espero quede colgada entre las ramas:
-Adiós LOBACO por fin descansarás tan libre como fuiste-.