Hace unas semanas tuve la suerte de pasar una buena noche de espera, y como relatos con arco no hay muchos, pues la comparto aquí con vosotros.
INSISTIENDO
Comenzaba una nueva temporada al arrancar abril y este año estrenaba un coto nuevo para las esperas del jabalí. La mayor cercanía de éste a mi vivienda fue el principal argumento para conseguir el beneplácito de la “tesorera/administradora” de mi casa. El precio del combustible por una vez, jugaba a mi favor.
Cada dos o tres días visitaba los puestos al amanecer, antes de comenzar la jornada laboral. (esos días que arrancan con olor a tomillo y romero tienen para mí un transcurrir mucho más llevadero ). Esta disponibilidad para con los gorrinos nunca antes la había podido tener por diversas circunstancias, y sin duda era algo que me alentaba, pues aún no siendo una zona muy jabalinera esta, algunas huellas de pezuñas quedaban marcadas en la blanca tierra de los solaneros montes donde ubiqué mis posturas, entre almendros, pinos y esparteras.
Las primera noche de espera, esa que siempre afrontas llena de ilusión y optimismo, fue como debía ser: mala y aburrida. Aire cambiante y sin novedad alguna. Tocaba empezar con los pies en la tierra, un año más.
La segunda noche, el tema del aire estaba resuelto, y quien por allí daba cuenta del maíz ya me indicó que no sería coser y cantar, como por supuesto, yo me esperaba. Escuché llegar un animal sobre las once de la noche, pero el muy canalla entró por donde “en teoría” nunca lo haría, que era por la parte más limpia, la de las esparteras. Se ubicó a pocos metros de mi treestand, y jugó con el desnivel del terreno para darme tres pequeños bufidos y esfumarse. La comida la tenía en la zona oscura, la de los pinos, la que yo cubría, y por la que yo esperaba que llegase, erróneamente como había podido comprobar.
Llegó el tercer día, el 14 de abril, y para entonces había cambiado todo. La comida que llevaba varios meses dejándole en esa zona espesa y tapada que tan bien se cubría desde mi treestand, ahora estaba esparcida por ambas laderas, tanto en la del pinar, como en la de las esparteras. Maiz y nueces del pasado invierno, sembrando más de dos tahullas de terreno desnivelado, que desembocaban en un pequeño bancal de viejos almendros abandonados, situado en la parte más honda del barranquete. Solo en ese trocito plano era donde también les ponía el mismo alimento, más alguna almendra tapada con piedras. La zona estaba tomada al completo, y el plan era que, sino me descubrían antes, deambulasen a sus anchas hasta llegar a mi zona de tiro.
Era víspera de luna llena, y aunque yo prefiero las noches negras, la trayectoria del astro me aseguraba una buena sombra en la parte más honda del barranco, proporcionada por la frondosidad de los pinos que la rodean. Tuve en cuenta estas premisas sobre la luz nocturna, y también sobre el viento dominante para la noche elegida, antes de ubicar mi postura a ras de suelo. Mi aposento estaba bajo un viejo pino con ramas caídas hasta tocar tierra, lindante al camino y a las esparteras más bajas.
Y justo allí me encontraba yo, escuchando como el viejo reloj del cercano pueblo indicaba que eran las diez de la noche con sus campanazos, cuando el sonido del roce de unas ramas por la espesura me puso en alerta máxima. Me recliné sobre mi silla suavemente, para no tardar en escuchar de nuevo que algo se movía frente a mí, cerca de la zona donde me coloqué semanas atrás. De repente se hizo el silencio en el barranco, pero para entonces tenía muy claro que mi soledad ya no era tal, y que por allí, me andaban buscando.
Veinte minutos más tarde creí escuchar un pequeño ruido de piedras chocar, pero tan leve fue, que seguí a lo mío, sin parpadear, procurando no perder la concentración, y sobretodo no emitir ningún sonido absurdo que me hiciera descubrirme.
La poca brisa que esa noche sentí fue en mi cara, pero de estos bichos me lo espero todo, y me mentalizaba a mi mismo para no sufrir un infarto si aquella tensión se rompía con un bufido a mi espalda. El silencio era tal que incluso los gritos de mis tripas a mis nervios me parecían un estruendo. Pero había que aguantar, y seguir jugando la partida.
Nunca dejarán de sorprenderme estos “fantasmas”, que casi media hora más tarde, se delataron a gruñido limpio, detrás de mí justo en la parte más alta del monte. Habían recorrido la cuerda entera sin dejarse notar, pero lo hicieron por la parte de arriba, justo por la zona que, solo ese día, yo no había pisado al entrar a mi puesto. Una vez más pensé, que se las sabían todas, aunque de momento, yo seguía pasando desapercibido.
Bajaban sin mesura hacia la ladera cebada, no los veía, pero sus gruñidos y bufidos junto con el tropel entre las esparteras me tenían en vilo. Empecé a sentir algunas nueces romperse, y por fin pude distinguir los bultos negros, tranquilos, pasturando a unos 30 metros de mí entrando y saliendo del pinar. Aquello había sido tremendo, pero era lo que pretendí en un principio, y ahora solo quedaba esperar a que se acercasen a mi zona de tiro. Así que me calmé un poco, pensando que si en casi la hora que había transcurrido desde su llegada no me habían descubierto, lo más difícil estaba hecho, y sobretodo disfrutado.
Aunque todo es caza, era la culminación del lance con éxito mi asignatura pendiente con el arco y los jabalíes. La presión de varias temporadas sin cobrar un gorrino en espera hace ya tiempo que se me había hecho grande, y los errores cometidos y las pocas ocasiones tenidas en tanto tiempo, por momentos hicieron que mi arco pesase más de mil kilos.
Pasé un mal segundo de flaqueza, y acto seguido a volver a creer en uno mismo, que para eso llevaba insistiendo tantísimo tiempo.
Los jabalíes campaban tranquilos, y no sabría decir si fueron dos o diez los minutos que pasaron hasta que uno de esos negros bultos se dejó caer al bancal donde estaban las almendras. Segundos más tarde, fue otro de igual tamaño el que saltó el margen para dejarse caer, y un tercer animal el que salió de entre las ramas para unirse al festín. El sonido de los tres jabalíes medianos a 17 metros mientras comían y se daban morrazos me fue mas que suficiente para abrir el arco sin que se percatasen de nada. El pin iluminado se tambaleaba sobre los bultos negros, hasta que anclé firmemente buscando el costillar del único que estaba lateral a mí. No sabía como reaccionarían a la luz en este coto, pues era la primera vez que los tenía delante, así que con todo listo, iluminé y vi como el animal giró la cabeza buscando el destello rojo. Sin demasiados preámbulos rocé el gatillo del disparador y solté la flecha....
Instintivamente apagué la luz, y pude escuchar un sonido seco. Baje mi arco y pude ver como los otros dos jabalíes dieron un salto para esconderse en la maleza, uno en los pinos, y otro en las esparteras. El culatín luminoso resplandecía en la oscuridad. Yo pensaba que había traspasado a mi jabalí y se había clavado en el talud de tierra. Hasta que me fijé bien y ví que el brillo rojo del culatín está temblando a malas penas. Por un momento pensé que era mi vista la que me engañaba.
Así que cargué otra flecha en silencio y volví a iluminar con mi linterna. Entonces pude ver el cuerpo inerte del gorrino con la flecha saliendo casi entera de su cuerpo hacia arriba clavada en sus cuartos delanteros.
Dudé si soltar otra flecha, pero estaba casi de culo a mi, y no se movía absolutamente nada, salvo el escaso tembleque del culatín de la flecha. Afiné el oído y lo oi agonizar durante unos segundos. A todo esto los otros dos animales seguían allí cerca. A gruñidos se llamaban entre ellos, y de tanto enchufar y apagar (porque lo hice al menos tres veces más), se mosquearon y se fueron en una carrera por los pinos.
Y allí bajo de mi pino me quedé un buen rato, asimilando todo aquello. Saboreando un poco más esas sensaciones buscadas durante tanto tiempo sin éxito. Por fin había cazado mi jabalí con arco. Avisé a mi gente y fuí a ver mi captura. Un macho joven del pasado año, al que ya se le empezaba a levantar el morro de la muela, con un flechazo en la cabeza, donde se unen la columna con el cráneo. No tengo ni idea de como fue a parar mi flecha allí, si fuí yo quien erró el tiro, o él quien se movió en última instancia, pero la verdad, me daba igual. Tantas veces había jugado la suerte en contra mía en esta empresa, que no me pareció raro que mi primer jabalí con arco terminase así.
Fin.
Ahora a seguir insistiendo!!!
Saludos y buena caza.
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