En mi casa, siendo unos zagalones, nos poníamos de aguardo con José, el guarda. Entonces, para nosotros, había dos tipos de aguardos: los de Verano y los de Navidad, que era cuando íbamos de vacaciones al campo. Los de Navidad eran en bañas y los de Verano en comederos. Yo, por aquello de madrugar y salir al campo con José, me aficioné a las recogidas. Había días que, cuando se levantaba él, yo llevaba esperándolo en su puerta, a veces dormido, hasta un par de horas. “¡¡Neeene con la afición!!”, me decía al abrir su puerta y verme sentado en el escalón, con la perrilla en el regazo. Me consumían los nervios en la cama pensando en los registros de las bañas, el chequeo de vereas y gateras, las piedras y taramas que dejábamos de testigo en los pasos para ver si habían cumplido, los rastros… de manera que me levantaba a hurtadillas, entraba en la cocina, con mucho cuidado cogía un par de magdalenas y una jícara de chocolate, y me iba a esperar a José.
Echábamos un trozo de pan con aceite y azucar al zurrón bien liadito en papel y nos tirábamos al campo, primero ligero y enseguida a paso corto. Pasábamos por delante del puesto donde se ponía mi madre y por el depósito chico, antes de empezar a repechar por un cortadero, hasta llegar a la Piedra de Las Tormentas, que la llamaba él. Allí nos sentábamos y echábamos un rato. Entonces teníamos casi como un elemento más, imprescindible para salir al campo, los prismáticos. Veíamos a las reses recogerse, coger sus pasos y algún día, algún que otro cochino. Entonces había muchos menos y verlos era un triunfo. Este hombre no tenía interés alguno por ellos. Él solo quería venaos. “Vamos a acercarnos al otro comedero”, le decía yo. Había días que lo hacíamos y otros que, desde allí, nos volvíamos a casa porque él tenía otras tareas pendientes. No me dejaba ir solo. Decía -seguro que con razón- que chanteaba más que registraba.
Por fin un día, un domingo por la mañana del mes de enero, salimos y llevaba su escopeta en vez de la carabina de todos los días. Pasamos por la Piedra de Las Tormentas y no nos paramos siquiera. Yo no sabía nada, pero íbamos a hacer mi primera espera de recogida. Nos pusimos en un cortadero, en la parte de solana y mirando hacia la umbría. Pasó un venado precioso con dos ciervas. Pasó largo para tirarlo con escopeta, “Tranquilo, los marranos nos entran por esa boca”, me decía señalando a la boca de una vereda que teníamos justo enfrente, al otro lado del cortadero, a doce o catorce pasos. ¿Tranquilo, coño? ¿Cómo iba a estar tranquilo? Me temblaban los pies primero, las rodillas después y por fin temblaba yo por entero. El Sol ya andaba calentando. “Ooooj, oooj” oímos, o algo así, antes de ver el monte moverse, ya pegado al filo del monte. Allí estuvo unos interminables –infinitos- segundos, antes de dar un paso adelante y asomar su jeta a lo limpio. Sin tiempo de más le solté un pildorazo que le entró entre ojo y ojo. Mi primer cochino a la recogida. Yo tenía catorce años. Un navajerete de poco más de tres arrobas. ¿Cómo voy a olvidarlo?