Pongo aquí este bello relato no escrito por mí, si no por un amigo, y dedicado a uno de sus perros. En su momento lo publicó en la Revista Cazadores bajo pseudónimo.
Hoy lo vuelvo a leer y me vuelve a llegar a las entrañas. Todo un homenaje a un perro, Lunares, y en definitiva a la rehala.
Espero que lo disfruten tanto como yo.
Lunares
Sólo el hondo respirar en el sueño más profundo, el leve tintineo de alguna cencerrilla y el crujido de algún mosquetón en la pesebrera, rompe el más absoluto de los silencios en la perrera. Allí, entre la viruta y hecho un ovillo, descansa el viejo Lunares, perro berrendo, no muy alto pero bien fuerte, ancho de pechos, envelao y con un rabo que ni mandao hacer... Allí descansa entre la Maruja y la Faraona porque, aunque delantero, todavía se las trae, así que entre perras no hay problemas.
De pronto y como un resorte levanta la cabeza el de sueño más ligero, y tras unos segundos mirando hacia la puerta, rompe a ladrar. Al momento, un ensordecedor escándalo invade la perrera. A lo lejos se empieza a distinguir inconfundible el motor de la vieja furgoneta. Hoy es día de montería.
El Lunares sabe que hoy le toca, ayer fue bendecido con la señal de los afortunados: le pusieron su cencerra. Y si no se la ponían siempre quedaba el recurso de poner cara de pena y hacerse el sopero y ya dirían eso de “cómo te voy a dejar aquí so granuja, con lo bueno que eres, pero es que cualquier día ya verás qué disgusto so...” Porque, aunque todavía con buena planta, el Lunares estaba en su última temporada, ya le costaba recuperarse y el paso de la temporada se le adivinaba en su cuerpo, era el único de su camá que aún monteaba.
Súbitamente, en la perrera se hace la luz y con el jai del perrero, seguido de un “me cago en to...”, aquello recupera su calma. Los elegidos son soltados de sus amarraeros, se les van nombrando mientras se les apunta en una raída y desvaída libreta repleta de listas, fechas, muchos nombres con una cruz al lado y alguna con un tachón, signo de un mal final.
Ya en la furgoneta y repechando por las primeras curvas hacia la sierra, entra un hilillo de aire frío de la mañana, lleno de aromas del monte que nos llena de vida. El Lunares, en la repisa de arriba, inmóvil, con su cabeza apoyada entre sus manos, observa a los más jóvenes: el Bigotes, el Trabuco, el Guerrero, que impacientes y nerviosos rompen la paz del viaje, como si la sierra se la fuesen a llevar. Él, mientras, medio dormitando, se le vienen los recuerdos de sus primeros campeos, su primera montería, la primera res que vio, el impulso que le hizo salir detrás de ella con un instinto que no sabía de dónde le venía, y que por lo visto le llaman casta... Recordaba sus primeros agarres y aquel frío que le recorrió el cuerpo el día que aquel cochino le echó medias tripas fuera; cómo José, su primer perrero, le llevaba en brazos, y la imagen de verle salir unas y gotillas de sus ojos más rojos que nunca, mezcla de un sentimiento de rabia e impotencia, y cómo le imploraba a alguien que estaba arriba que no se muriese, y bien que le hizo caso porque la cosa estaba apretá. Así mil lances, muchos; compañeros como el Cordobés, el Litri, el Arriero, el Banderas..., y algunas novias como la Marquesa, la Pastora, y aquella pointer que tenía su dueño y cada vez que podía la arreglaba, dando unos tarabitos que no tenían que ser malejos. Pero lo que el Lunares no sabía era que hoy sería su última montería.
Hoy, querido Lunares, hoy, no volverás a la perrera, hoy no volverás a tu suelta en aquel puntal de Las Lagunas, allá por Las Albertillas. Hoy no volverás al son de la caracola, que con un desesperado ruego te reclama a sabiendas de que ya no volverás. Una caracola que suplica a la sierra que te devuelva de lo más profundo de la umbría, donde ahora se te escapan los últimos suspiros; feliz porque tu corazón ha dicho basta de la mejor forma posible, con una res por delante y con un latido en la boca; en el mejor sitio posible, en el campo; aquí, en tu sierra, la que ahora te arropa, y de la que estoy seguro es el cielo de los perros de rehala. Ahí quedarás, que aunque ya no te vea, sé que estarás en cada suelta, en cada ladra, en cada agarre y acudirás a cada toque de caracol que se produzca en esta nuestra Bendita Sierra.