Bueno pues pensaba que esta vez el relato de la jornada de caza iba a ser más corto, pero me pongo a escribir y son tantas cosas las que pasan por mi mente que me termina saliendo una buena parrafada. No puedo evitarlo.
Una gota en el camino.
Cinco meses y un día desde la última vez, que por circunstancias, me tocó subir sin la compañía de mi padre y mi primo a la sierra murciana de espera. Durante este tiempo nuestras esporádicas visitas a esta pequeña porción de monte de la que disfrutamos, siempre habían sido en grupo. Su compañía, por supuesto, siempre es grata, pero casualidades de la caza, o no, en aquella última visita en solitario cobré el primer jabalí de esta temporada con arco, y hasta la fecha, el único.
El año está siendo duro en cuanto a resultados por esta región levantina. Tanto nosotros, como los compañeros de cotos cercanos lo estamos teniendo complicado para poner un jabalí a tiro. Imagino que la sequía y el caluroso clima de este pasado año ha sido el mayor causante de esta situación, aunque también la fuerte presión cinegética que se ejerce en los pequeños montes que se enclavan en la comarca, va poniendo cada vez las cosas más difíciles.
Mi balance general no lo considero malo, pues aunque solo haya tocado el pelo del “Carablanca” allá por finales de agosto, es la temporada en la que en más ocasiones he visto los jabalíes estando de espera, aunque no haya podido culminar los lances. Unas veces ha sido por haberlos tenido relativamente cerca, pero fuera de las distancias de tiro marcadas ; y otras, porque la suerte al final no ha estado de mi lado en ese último momento decisivo.
Las anteriores visitas al coto han sido desastrosas. Hace un mes y medio que el grano de los comederos permanece intacto esparcido por el suelo, y ni siquiera las irresistibles almendras desaparecen de los cebaderos. El fuerte aire en estas latitudes durante diciembre y enero vació la zona de gorrinos, y las dos últimas escapadas solo sirvieron para reponer los bidones y bajar un poco desolados por el nefasto panorama. El final de temporada pinta a priori bastante más oscuro de lo deseado, pero hasta el último día todos valen.
Llevo el maletero lleno de comida, y voy con tiempo. Mi idea es ver la situación de mi puesto, y según la misma, hacer una espera o reponer los comederos y volverme temprano a casa. La incertidumbre me acompaña durante todo el trayecto. Han sido dos semanas sin arrimarnos por la zona, y la inestabilidad meteorológica se ha regularizado durante este tiempo.
Ya en el coto, los bonitos almendros enflorecidos dan paso a una imagen lúgubre al llegar a pié de monte. Allí, los pinos están infectados de bolsas de oruga procesionaria. Este año la plaga es tremenda, y hay que andarse con mucho ojo para evitar males mayores. Justo al bajar del coche encuentro la primera hilera de urticantes insectos a escasos metros. No puedo evitar pensar en mi perrita, pues en esa zona siempre la suelto unos minutos antes de volver a casa. Malditos bichos!!
La climatología parece ideal, y aunque desde la lejanía una neblina envolvía el monte, la visibilidad arriba es buena y el aire prácticamente inexistente. Me cambio de ropa y sin ninguna prisa me encamino hacia mi puesto. Al entrar en el área más boscosa la calma es total, así que procuro ser cauteloso. Los barrancos están cerca, y por los rastros frescos que encuentro en mi trayecto, los jabalíes no andarán encamados lejos. Han vuelto.
Al llegar a mi puesto la sorpresa es grata. Bajo el comedero, donde se hacinaban los kilos de grano semanas atrás, el terreno está totalmente levantado. No hay resto alguno de comida, por lo que pienso que el mecanismo se ha debido volver a atascar por cuarta vez esta temporada. Falta aún media hora para que se active el dispensador, y me subo al pino a comenzar la espera.
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Es una de esos atardeceres en los que el monte está vivo. Las perdices proclaman su parcelas, y aún con el sol fuera me parece sentir el murmullo de los jabalíes en los barrancos. Estoy impacientado, al fin llegan las seis de la tarde, y el comedero cumple, esparciendo unos pocos granos de maiz y avena durante los tres segundos que gira su molinillo. Poca comida, pero suficiente.
Todo está listo al fin, y comienza el disfrute. El revoloteo de petirrojos y mirlos en las ramas de los pinos cercanos me hace sobresaltarme en más de una ocasión. Pero tras robar unos granos de comida todos buscan su lugar de descanso al tiempo que se pierde la luz solar. Los murmullos del atardecer van cobrando cada vez más protagonismo, y empiezan a delatarse los jabalíes. Una rama que cruje en el fondo de un barranco, una perdiz que arranca casi de noche entre los pinos... las señales son inequívocas. Solo es cuestión de tiempo, y suerte.
Son las siete y ya reina la oscuridad por completo. Comienza el baile. Frente a mí, en la distancia, empiezo a sentir un grupo de jabalíes acercándose claramente en mi dirección. El sosegado caminar de los animales cada vez más próximo me acelera el pulso. Me reclino sobre mi silla con el arco apoyado sobre la pierna. Transcurren unos segundos y ya los tengo en las inmediaciones, a poco más de una decena de metros. No consigo ver más que oscuros bultos moverse de un lado a otro, pero eso relaja mi ritmo cardíaco. No puedo contarlos, pero al menos seis o siete están dando cuenta de las semillas, y otros tantos que no dan la cara están en la zona encubierta.
Doy un primer toque de luz con mi linterna y solo veo ojos brillar. Aguanto unos instantes y al segundo toque los primalones forman una pelota donde sus cuerpos se entremezclan. Por la zona más sucia, bajo la sombra de los pinos, intuyo varios animales a escasos seis o siete metros de mí, seguramente las gorrinas, así que no hay tiempo para mucho deleite, y en cuánto un gorrinete se separa del grupo de glotones fijo mi objetivo. Me parece que su posición es buena, y con un último toque de luz lo confirmo, está lateral a mí. La luna no asomará hasta dentro de varias horas y la penumbra es total, así que el uso de la linterna es indispensable. Abro el arco con toda la suavidad que la situación y mis nervios me permiten, y anclo el conjunto en dirección al animal solitario. Mientras esto sucede el bulto se hace pequeño. Sin dar la luz intuyo su cuerpo cuarteado y fijo el pin en la zona vital. Un leve toque a la linterna para confirmar que todo está en su sitio, y la flecha iluminada se pierde entre sus cerdas.
La estampida es colosal, todos los animales se esconden. Las gorrinas apenas arrean un par de metros. Están a mi derecha, muy cerca de mí. Entre soplidos y gruñidos van llamando a su prole. Se escuchan ruidos por todas partes, pero no se ve nada. Una rama seca cruje estrepitosamente hacia mi izquierda, pero no cerca. La piara se reúne en unos pocos minutos, y disfruto como un niño de estar viviendo todo esa algarabía sin ser descubierto. Poco a poco el grupo se aleja lentamente en la misma dirección por la que vino, pero un poco más descolgado ladera abajo. Vuelvo a oir ruido de vegetación por la zona de mi izquierda, donde crujió claramente la rama seca. Hago oídos pero no distingo nada más. Vuelve la calma total.
Pasado un tiempo prudencial aviso a los compañeros del lance con un mensaje, y al menos veinte minutos más tarde distingo los inconfundibles pasos de un jabalí acercándose nuevamente. Pienso que puede ser algún machete tras la piara, pero viene justo por donde marchó el grupo. No llego a verla, pero sin duda es una de las hembras de la piara. El animal camina lentamente al tiempo que emite un suave ronquido. Va buscando a alguno de sus primales. Pasa tapada en dirección a la zona donde se partió la rama, hasta que se sus pasos se pierden en la noche.
Analizo el lance. El tiro me pareció bueno, pero ha sido todo muy rápido y una cosa es donde uno manda la flecha y en ocasiones, otra donde pega. Estoy deseando bajar a comprobar lo sucedido, pues el culatín se apagó tras el impacto. Pero la noche sigue estando preciosa, y sobre las ocho, de la pinada donde arrancó una perdiz al atardecer, otro pequeño chasquido, esta vez mucho más sutil, me pone en alerta de nuevo.
Vuelvo a reclinarme y conecto el radar, pero no percibo nada. Pasan los minutos y frente a mí, por la espesura por la que volvió la gorrina, me parece sentir algo. Quiero creer que esta vez sí es ese macho el que tengo cerca, pero no hay modo de identificarlo. Todo sereno y unos minutos más tarde, justo por donde la piara se alejó, un bufido seco y potente quiebra el silencio. Ha debido extrañar los cruces de rastros, y distingo como se aleja barranco abajo. Otra vez será.
Espero una hora más, y aunque el escenario invita a no abandonar, decido bajar del pino a disipar dudas. Encuentro la flecha, a doce metros de mi silla, clavada en el suelo. Está llena de sangre roja y brillante. La huelo, intentando identificar sus restos tal y como los maestros me han enseñado, pero estoy verde todavía para estos menesteres. Busco sangre pero no hallo ni una gota en la plaza. Hago círculos cada vez más grandes buscando la huida del jabalí herido, pero nada, no encuentro sangre alguna. Y tras unos minutos decido recoger y volverme hacia el coche. Mejor dejar el pisteo para la mañana siguiente.
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Mi camino de vuelta linda por donde escuché la rama seca crujir después de la estampida, y voy fijándome en el suelo a cada paso que doy. A unos treinta metros del puesto, aparece la primera gota. El rojo brillante sobre el color blanco del empedrado camino resalta claramente. Marco el lugar, y a un par de metros encuentro dos o tres gotas más, pero de pequeño tamaño. Si no fuese por los restos de la flecha pensaría que apenas he rozado al jabalí por lo escaso de su rastro. La vegetación se compacta y cierra el paso, pero antes de la maraña encuentro un romero seco manchado de sangre a buena altura y en cantidad. El alivio es tremendo, pero aún así voy solo, sin arma de fuego y sin perro, así que me voy para casa y mañana con luz seguiré la búsqueda.
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La noche se hizo eterna, y temprano acompañado de mi compañero Santi y mi perrita Nina estamos de nuevo en el puesto. Está todo mojado de la fuerte escarcha caída, pero al poner a Nina en el lugar del tiro no titubea con los rastros de los otros jabalíes, y sale marcando el paso en dirección a la sangre del camino. Hay muchos arbustos y aunque vamos atentos a la sangre no vemos evidencias claras del paso del jabalí. Nina llega donde marqué la primera gota, sigue hacia las siguientes con la nariz pegada al suelo, y entra a la zona más enmarañada pasando junto al romero seco empapado que vi anoche. Cada vez avanza más rápida y nos cuesta seguirla por los enganchones. Va pidiendo trailla, y tras unos veinte metros llegamos a un pequeño claro donde se detiene. Da un par de vueltas en círculo, la animo, pero no avanza en ninguna dirección. La noto muy excitada, pero pienso que ha perdido el rastro y de nuevo la llevo a la marca de la primera sangre. Han pasado más de trece horas desde el lance y hay mucha agua. Comenzamos de nuevo, y la perrita hace exactamente el mismo recorrido, pero esta vez Santi sí encuentra restregones rojos en la vegetación a nuestro paso. De nuevo en el clarete se detiene, y se pone a correr en círculos. No entiendo muy bien que pasa, hasta que mi compañero ve el cuerpo del jabalí bajo un pino a escasos cuatro metros de nosotros. La perra lo tenía encima y por eso se excitaba y se detenía, pero no terminaba de dar con él. Excelente trabajo de mi Nina, y yo más ancho que largo.
La presa es una hembra joven, de unos 25 ó 30 kg. De peso. El tiro le entró por la parte más adelantada del estómago, a media altura, y salió justo por encima de la paletilla del lado contrario. El corte de entrada bien tendrá 7 u 8 cm debido a la posición del cuerpo en el momento del impacto. Aún con la buena trayectoria de la flecha, el jabalí recorrió casi cincuenta metros hasta desplomarse. Que duros son!!
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Buen estreno del nuevo arco, bonito lance y aunque corto, gran pisteo de mi fox terrier. Un pequeño jabalí que me deja una vez más, grandes sensaciones. La temporada termina pronto, pero hasta el último día, todos valen.
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Fin.