Os dejo el relato de la última jornada de caza:
EL INTRUSO
La temporada por tierras murcianas comenzó allá por junio con buenas expectativas, los puestos estaban tomados pues la comida no les había faltado durante todo el año... pero ahí quedó la cosa, en expectativas y poco más.
La primera noche de aguardo me entró una animal solitario de mediano tamaño, que estuvo comiendo de cara a mí unos minutos hasta que salió huyendo no sé muy bien si por un revoque de aire o por la cercanía de otro animal que pude oír pero no ver. Era el primer día y no importaba no haber tirado.
Las siguientes jornadas, espaciadas entre sí a veces una semana, en otras dos o incluso tres, fueron desesperantes, pues sentía a los animales rondar las inmediaciones del cebadero, pero no daban la cara en él. Solamente una piara con rayones a principios de julio vino de visita. Estuve disfrutando de su presencia unos minutos hasta que la madre, que rondaba las inmediaciones, se fue alejando y comenzó a llamarlos hasta llevárselos.
Durante el resto del verano la tónica fue la misma, hasta que a finales de agosto al fin escuché por fin venir los gorrinos hacia el puesto. Se dejó ver un grupo de seis o siete bermejotes que pasaron por debajo de mi escondite totalmente descubiertos. Al primer toque de luz se provocó una buena estampida, aunque pronto volvieron a reunirse los hermanos. Las madres, tapadas en todo momento andaban por las inmediaciones del puesto, pero como hasta la fecha sin dar la cara. Pronto empezaron a emitir ese suave gruñido al tiempo que se alejaban reclamando a su prole movimiento... así que decidí intentar abatir uno de esos jugoso jabalíes, pero erré el tiro, haciendo un rasponazo en la parte alta del lomo al gorrinete, como indicaban la grasilla y los pelos que encontré en la flecha, sin gota de sangre alguna. Dicen que las cosas que van bien no hay que cambiarlas, y esta era la prueba. Visor nuevo desmontado del arco, y vuelta al que hasta la fecha me daba mayor seguridad.
Hice un par de aguardos más en mi puesto, pero fueron infructuosos. Escuchaba a los animales claramente moverse entre la vegetación cada jornada, pero no conseguía ver a ninguno de ellos. Aunque la postura era nueva del año pasado, y solamente había abatido allí dos animales,mostraban un excesivo recelo a la misma como pude comprobar noche tras noche. Decidí entonces que había que mover ficha, y cambiar la ubicación del mismo a una zona que les diera mayor seguridad a los jabalíes.
Mi padre estaba teniendo el mismo problema, así que unos días más tarde y tras estudiar el terreno, hicimos los cambios oportunos esperando que mejorase nuestra suerte.
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el puesto
LA ESPERA
Catorce días después de los cambios, y sin comprobaciones previas del estado del puesto, nos subimos de caza. La nueva zona distaba doscientos metros de la anterior, y tanto el comedero como mi apostadero se encontraban bajo la cobertura de una pequeña pinada, que limitaba una umbría por su frente, y dos barrancos a la espalda. Algo más de un kilómetro tuve que andar desde el coche hasta llegar a la escalera que accede a mi treestand, pero como era viernes tarde y no hubo que trabajar, con tiempo y sobretodo, con mucho sigilo, llegué a la zona de caza.
Una vez instalado en mi silla, comprobé que la mayoría del grano que había estado esparciendo el comedero se encontraba bajo del mismo, pero era imposible calcular si faltaba poco o nada. El aire no me gustaba demasiado, pero en la nueva ubicación los animales podían venir de cualquier dirección, y la altura a la que me encontraba, algo por encima de los seis metros, me daba cierta tranquilidad para no apercibir a posibles visitantes de mi presencia con mi olor.
Confirmé con el telémetro las distancias de tiro posibles, entre los muchos troncos de pinos que tenia delante y los huecos que me iban dejando las ramas de los mismos. Fuera de la pinada se distinguía claramente una hocicada causada por los jabalíes, a veinte metros exactos de mi.
La tarde fue cayendo poco a poco, y la brisa a ratos la sentía en el cogote, y otras veces un poco más lateral en dirección al comedero, pero en cualquier caso ni remolineaba, ni era excesiva.
Las luces del día iban tocando a su fin cuando escuché un animal moverse justo en mi frente a no más de cincuenta metros. Se acercaba despacio hacia mi postura. A unos siete u ocho metros por detrás del cebo se detuvo; estaba totalmente lateral a mí y tenía opción de enviarle mi flecha, pero la distancia no estaba dentro de mi rango de tiro seguro y decidí aguantar. Un par de minutos más tarde aparecieron por la misma trocha dos bermejos de unos veinte kilos. Al llegar junto a la que claramente era su madre, se detuvieron. Permanecieron inmóviles unos minutos más, hasta que muy despacio se encaminaron hacia el maíz.
En ese primer acercamiento su nerviosismo era evidente. No cesaban de moverse, y comían solamente el maíz que quedaba más orilleado. Dejé pasar el tiempo y poco a poco fueron entrando en la plazuela. Decidí que cuando uno de esos bermejos me diese el flanco le tiraría, pero tenía que esperar a que se confiasen un poco más, pues no paraban quietos. Dí un toque de luz con mi linterna y no se inmutaron. Preparé mi arco y abrí orientándome hacia la posición de los hermanos. La madre también estaba comiendo pero un par de metros más alejada que ellos. Estaba fijando el pin de mi visor sobre uno de los rojizos animales, cuando escuché un leve chasquido de piedras por la parte alta. Levanté la mirada y entre los pinos distinguí otro animal de buen tamaño acercándose, así que destensé el arco con cuidado, y aborté el inminente lance.
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el clarete entre los pinos
Hacía ya más de diez minutos que la familia me rondaba, y pensé que podría tratarse de algún macho, pues “el intruso” no traía compañía. A su llegada la madre de los bermejos se tapó a la carrera entre los arbustos cercanos, mientras el cuarto animal se metió en un gran chaparro que nacía en el borde de la pinada sin dejarse ver más. Me resultó extraño que los bermejos siguiesen comiendo, pues pensaba que se retirarían a la llegada del forastero. La madre fue rodeando la zona hasta meterse en el mismo arbusto que el otro animal, y ambos comenzaron a emitir una serie de gruñidos y sonidos continuos que iban subiendo de tono a cada segundo. Por un momento pensé que iban a pelear, hasta que uno de ellos emitió un fuerte ronquido y todos los animales dieron un pequeño arreón. Se hizo el absoluto silencio durante unos instantes.
No sabía muy bien que había pasado, pero estaba disfrutando del espectáculo.
Enseguida comenzó de nuevo el baile de gorrinos. Los pequeños querían entrar a comer, pero ya no pisaban la plaza con la tranquilidad anterior. La madre de los mismos daba vueltas por la zona nerviosa. Por momentos se detenía y hacía pequeñas escuchas, y de pronto salía de nuevo andando, bufando y con esos extraños y leves ronquidos. Se acercaba a los pequeños, y se iba, bordeaba el arbusto, y se paraba quieta junto a él. En su deambular los jabalíes se metían literalmente bajo mía, y yo, sorprendido, gozando de sus correrías.
Los sonidos de piedras, ramas y maiz masticado eran continuos, y ya totalmente de noche, intuía las oscuras siluetas moverse de un lado a otro. Dí varios toques de luz intentando diferenciar al intruso, pero los que se acercaban a la zona de tiro siempre eran los tres del mismo grupo, aunque su desconfianza volvía a ser palpable.
Por un instante la mancha del chaparro se hizo grande, y vi como el intruso asomaba el hocico del mismo. Estuvo de cara a mi posición a escasos ocho o nueve metros de mi pino, pero enseguida volvió hacia la protección del mismo.
Yo parecía un búho moviendo la cabeza de un lado a otro desde las alturas.
Sabía que en cualquier momento el show podía terminar y largarse todos los animales, pero estaba disfrutando como nunca antes lo había hecho de los quehaceres jabalineros desde tan cerca.
Los bermejos volvieron a entrar en plaza por enésima vez, la madre que estuvo tras el pin de mi visor en varias ocasiones, permanecía ahora a escasos metros de ellos inmóvil, y entre las ramas de los pinos, justo en el clarete donde vi las hocicadas al llegar, apareció muy despacio el cuarto animal.
Con un toque de luz observé que estaba totalmente lateral a mí, metiendo el morro en la tierra. A estas alturas tenía claro que ese jabalí no iba a dejarse ver en la plaza, y mi oportunidad de abatirlo pasaba por intentar tirarle en ese momento.
Pero su ubicación estaba justo en mi frente, y no sabía si sentado podría hacer ese tiro con precisión. Recordaba que la distancia eran veinte metros, algo más de lo previsto en mi visor, pero debería girarme sobre el sillón sin hacer ruido para poder orientar el arco hacia él. No quedaba otra que intentarlo, así que abrí el arco hacia mi izquierda donde estaba el comedero, y ya anclado, fui girándome hacia mi derecha sobre mi mismo. Vi el bulto dentro del visor y encendí la luz, corregí un poco el pin y solté la flecha.
El destello rojo traspasó su cuerpo al tiempo que arrancó a correr. Los demás animales también se taparon y de nuevo, absoluto silencio.
Puse otra flecha en el arco, y me quedé inmóvil afinando el oído. Los susurros de la vegetación eran muy leves, y todo quedó en calma rápidamente. Pero una calma relativa, porque por el horizonte los relámpagos de una lejana tormenta comenzaron a iluminar la oscura noche. La posibilidad de lluvia se contemplaba en el parte meteorológico, pero la suerte ya estaba echada y no había más que cruzar los dedos para que el agua no llegase a mi zona.
El tiempo pasaba lentamente, y a mí me quemaba la silla. Pero era temprano y mi padre y mi primo seguían en sus puestos; no quería fastidiarles su aguardo. Intentaba relajarme pero no podía. Analizaba y repasaba todo en mi cabeza continuamente, cuando en el barranco de mi derecha, escuché una pequeña ramita partirse. Las ráfagas de aire cada vez eran más fuertes, y no hice más caso a aquel crujir, pero unos minutos más tarde, el suave bufido de un jabalí a mi espalda volvió a ponerme en plena alerta. Otro animal rondaba el puesto, y este era mucho más sutil que los anteriores visitantes. Mi prisa y mis nervios desaparecieron. Pero aquel último jabalí apenas se dejó oír un poco más arriba hasta desaparecer en la lejanía.
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Pasadas las once de la noche el aire comenzó a remolinear. Así que bajé y me acerqué a la zona del tiro. Tras unos matojos estaba la flecha en el suelo, empapada en roja sangre brillante. La observé detenidamente y no habían restos estomacales ni de grasa, aquello me gustaba.
Quería hacer algo de tiempo antes de salir en busca de mis compañeros, y dí unas vueltas por la zona despacito, pero no encontré ni una sola gota de sangre en el suelo, así que desistí enseguida. Era cuestión de traer a la perrita para que localizase el rastro. El ambiente olía a humedad y los relámpagos aún estaban presentes, así que mi primera intención era localizar la sangre y luego valorar si seguir el pisteo o dejarlo para el día siguiente, pero con la primera sangre ya marcada por si llovía durante la noche.
EL PISTEO
Entre unas cosas y otras eran casi las doce de la noche cuando llegamos a pistear el jabalí. El nerviosismo de la perra era latente aún antes de pisar la zona del impacto. Nada más llegar salió con un rastro hacia el comedero. La dejé hacer, pero ella misma se detuvo sobre el maiz. La volví al principio y salió con otro rastro hacia el chaparro donde estuvieron tapados los gorrinos. De nuevo allí se paró olisqueando las hojas del arbusto, y vuelta a empezar.
En un tercer intento me llevó hacia la trocha por la que había visto venir los primeros animales, de nuevo ella misma se detuvo y volvió hacia atrás.
A la cuarta salió despacio hacia arriba, hacia donde yo creía haber visto arrear al jabalí herido, iba despacio, sin mucho entusiasmo, como suele trabajar ella. Mi padre y mi primo venían detrás con el arma de fuego, pendientes ambos de intentar localizar alguna gota de sangre, aunque no veíamos nada.
La perra empezó a afianzarse poco a poco en el rastro, y a meterse por zonas enmarañadas, signo inequívoco del paso del jabalí por ese lugar. A cada paso mostraba más interés, y con el morro pegado al suelo en todo momento, cuando perdía el rastro, ella misma se corregía rápidamente. Se iba calentando por momentos y a pequeños tirones iba pidiendo más trailla y acelerando el paso. Yo la seguía cada vez a más distancia procurando que no se enganchase el cable que me conectaba a su collar, hasta que frente a unos pinos se detuvo con la cabeza levantada y el rabo en pleno movimiento.... a escasos tres metros frente a ella, junto a un tronco, estaba muerto el jabalí. Lo había encontrado!!!
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Orgulloso por el trabajo de mi Nina, les dije a mi padre y a mi primo que se habían quedado un poco detrás que no buscasen más, la misión estaba cumplida. Felicité a mi perra una y mil veces. Para el poco trabajo que le doy, ella cumple sobradamente cada vez que le toca.
Me acerqué al jabalí, y mis dudas se disiparon. Se trataba de una hembra adulta, sin signos evidentes de haber parido esta temporada, ancha de los cuartos delanteros y con el morro levantado en la zona de sus colmillos. El peso rondaría los sesenta kilos. En un principio al verla en el claro horas antes pensé que sería mayor, al igual que pensé que se trataba de un macho, pero eso ya era lo de menos.
La flecha entró algo alta, justo por detrás de su paletilla, y salió un poco más abajo por el lado contrario, cortando ambos pulmones.
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entrada y salida
Unas irónicas gotas de lluvia caían sobre nosotros mientras sacabamos al animal del monte. Pero ya no importaba que lloviese o tronase.
El estreno del puesto había sido inmejorable, con un aguardo único, de los que por desgracia no estamos acostumbrados a tener por estas latitudes. Disfrutar tanto tiempo de la presencia de los jabalíes ya presentes aún con luz del día, desde tan cerca, fue una gozada. La ejecución del lance salió bien, y el pisteo fue muy bonito, emocionante y satisfactorio.
Volvía a casa más ancho que largo... recordando, que alguien bufó a mi espalda.
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fin.